La
imagen del presidente del Gobierno entrando a escondidas en la
Audiencia Nacional, declarando no a todo con arrogancia desde su pupitre
especial, protegido por un juez cuartelero
y más asustado incluso que el testigo, y saliendo a toda prisa de la
cita para presumir ante las cámaras oficiales de estar orgulloso de
haber colaborado con la Justicia y de haber sido el artífice de un Pacto
de Estado contra la violencia de género “valorado
en 1.000 millones de euros” es una metáfora que resume la histórica
jornada en que tocó fondo la democracia española.
En
la instantánea borrosa y amarillenta del presidente-plasma se
entreveían todos los vicios y delitos forjados durante 40 años de
setentayochismo reconcentrado: el desprestigio de
todas las instituciones presentes en la sala; el presidencialismo de
facto que gobierna el país sin soporte constitucional; la impunidad de
los poderosos, garantizada por el tenaz asalto a la separación de
poderes perpetrado por el PP; y un despliegue mediático
imponente, irónicamente controlado en un 95% por los mismos poderes
corruptos que esa Justicia ocupada intenta combatir...
La
declaración en sí misma fue una farsa: el presidente del partido más
corrupto de Europa dijo no conocer las actividades corruptas de una
trama de la que ha sido dirigente de primera
línea desde hace 30 años. Adujo que en el periodo investigado, y más
allá, él solo se ocupaba de los asuntos políticos, y no de los
económicos o contables: como si los responsables políticos del partido
hubieran sido engañados por tesoreros malvados, como
si esos líderes ignoraran que el modus operandi
del
partido conservador ha sido, desde su nacimiento y hasta hoy mismo,
financiarse ilegalmente mediante un sistema codificado de extorsión a
empresas: dinero B a cambio de contratos públicos.
Simpático argumento, si no fuera tan pueril.
La buena noticia del día, el síntoma de que la democracia funciona, nos cuentan los defensores de este
statu quo
putrefacto
todavía vigente, es que un presidente del Gobierno en ejercicio ha
tenido que declarar como testigo ante los jueces por un asunto de
corrupción. Bueno, dicho así suena hasta razonable.
Y ese es justo el problema: lo extraordinario, lo intolerable, lo
inaceptable, se ha convertido en España en lo razonable, en la rutina,
en un día más en la oficina.
Y
ahí radica, precisamente, la gravedad del momento político que vivimos:
Rajoy es el presidente de una organización criminal que lleva años
saqueando las arcas públicas, gobernando
contra el interés general, amordazando la disidencia y legislando para
los amigos y los cómplices. Que el PSOE y Ciudadanos (y Podemos, por
inacción) permitieran a Rajoy seguir gobernando fue una vergüenza además
de una desgracia. La comparecencia judicial
del presidente el 26 de julio solo es un eslabón más en una larga
cadena de mendacidades y despropósitos anunciados. ¿Podrán o querrán los
representantes de la voluntad popular desalojar a este nefasto
personaje del poder y comenzar a revertir el hundimiento
de las instituciones exdemocráticas? Probablemente la respuesta sea
negativa. Pero es la única solución a este bochornoso espectáculo, a
este patético modo de tocar fondo, a esta vergonzosa manera de seguir
cavando haciendo como que no pasa nada, mirando hacia
otro lado.
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