Hechos ya todos los análisis de los últimos resultados electorales por todos los analistas más circunspectos y a una semana ya de la votación, a mí ya solo me cabe hacer una afirmación: el problema de España no es político, es moral.
Que me explique, si no, alguien cómo se puede entender que la cuarta parte de los españoles apoye con su voto al partido con más escándalos de corrupción de la historia de la democracia española; es decir: cómo se puede aceptar sin huir del país como los británicos de Europa que a uno de cada cuatro de tus compatriotas les importen más sus colores o cualquier consideración económica que la constatación reiterada e innegable de que el partido al que da su voto está podrido por dentro y por fuera.
El problema de la democracia es que uno puede elegir a sus gobernantes, pero no a sus vecinos, que también votan, y ello genera sorpresas de las que le cuesta sobreponerse a uno. Porque cómo se puede uno sobreponer al descubrimiento de que a la cuarta parte de sus conciudadanos les importa poco o nada conocer de su propia voz los métodos mafiosos del ministro del Interior de su país (solo le faltó decir: “Haremos que parezca un accidente”, en su conversación con un fiscal anticorrupción en la que le conminaba a inventarse pruebas contra adversarios políticos), a tenor del resultado de las elecciones. Porque no solo el partido de ese ministro no ha sido castigado por los votantes, sino que se ha visto reforzado por estos.
El presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, confesaba una confidencia que le hizo un “demócrata madrileño” (sic; ¡a lo que se ve hay demócratas madrileños!) tras comprobar el resultado de las últimas elecciones: “Ustedes que pueden” —los catalanes y los vascos, dedujo Puigdemont inteligentemente— “váyanse cuanto antes de este Estado”. ¿Y los demás qué? ¿Los demás nos quedamos aquí viendo cómo nos roban “demócratas” madrileños y catalanes, valencianos y andaluces? Porque la corrupción no ha sido solo “española”. En el partido de Puigdemont también la ha habido y la hay, y no son “españoles” precisamente. Y tampoco las urnas la han castigado, al contrario.
En la época de Berlusconi, mucha gente se escandalizaba de que los italianos le votaran una y otra vez siendo como eran evidentes su corrupción personal y política. El escándalo venía del descubrimiento de que la mitad de los italianos eran como él. Ahora sucede en España y, en lugar de escandalizarse como con Berlusconi, muchos lo consideran normal. Huyamos, dicen otros sin saber que la peste irá con ellos como en la novela de Albert Camus.
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