Los fines de semana largos les generaban ansiedad. Hasta última hora nunca sabían si la casa estaría disponible o no. Se tensionaban. La gente es muy informal. Su hermana no aclaraba qué iba a hacer, sus padres tenían planes pero podrían irse al garete por cualquier absurda disputa. Ellos solo tenían la opción de quedarse, de ocupar un espacio que es de otros. Querían elegir qué canal de televisión ver, poner los pies en la mesa bajera, alimentarse de bocadillos imposibles y abrazarse sin miradas censoras.
Esto está descompensado. O eres demasiado joven o demasiado mayor. Jóvenes que quieren formar hogares, que sueñan con el llanto de los bebés que no tienen, se eternizan en casa de unos padres que ven cómo se les va marchitando la vida y siguen encadenados a sus hijos. Saltan de una beca a otra, de un empleo precario a otro, de un máster a otro. Pasa el tiempo y el sueño se difumina.
Aunque suene a tienda de muebles, «Onu Habitat» es un programa de Naciones Unidas que gira alrededor de la vivienda. Dictámenes como el de «vivienda adecuada» deberían ser de obligado estudio. Sitúa el derecho a una vivienda adecuada como un derecho que trata de asegurar que todas las personas tengan un lugar seguro para vivir en paz y dignidad. No sorprende que considere que el acceso a una vivienda adecuada es una condición previa para el disfrute de varios derechos humanos, en particular en la esfera del trabajo, de la salud, la seguridad social, el voto, la privacidad y la educación. Una vivienda es una pista de despegue para la vida.
En los últimos años miles de viviendas se han quedado sin comprador. Se van deteriorando, sus tenedores no invierten en ellas, pasan de mano en mano como la falsa moneda, con un valor que tiende a cero. Fondos buitre se han quedado con muchas de ellas a precios insignificantes esperando venderlas con importantes plusvalías. Cantidades ingentes de dinero público se han destinado a sanear balances enquistados de bancos mal gestionados y sus activos han acabado en manos de oscuras empresas que pierden dinero por su tenencia y gestión.
Los ayuntamientos están dejando pasar la oportunidad de contar con un importante parque de viviendas públicas para alquilar. Viviendas que se deberían ofrecer a precios vinculados a los ingresos y a las expectativas profesionales, viviendas disponibles para jóvenes que aireen barrios que envejecen apresuradamente. Viviendas que sean plataformas desde las que lanzarse a buscar trabajos dignos, a luchar por tener una vida digna. Viviendas, en las que se pueda oir el llanto de bebés.
Hacía casi dos años que lo habían decidido. Él no quería estar sin ella ni ella sin él. El piso era feo, el barrio triste y las comunicaciones horrorosas.
Sumaron becas, colaboraciones esporádicas y trabajillos ocasionales. Les llegaba para el alquiler y para la luz, el gas y el agua, siempre que mantuvieran un comportamiento espartano. Lo fueron llenando de muebles desechados por familiares, rehabilitados por amigos y algo de creatividad exprimendo la funcionalidad de las cosas cotidianas. Cuando se acabaron las becas y las colaboraciones dejaron de pagarlas, con los trabajillos no les llegaba. Él quería seguir estando con ella y ella con él. Estarían, pero viviendo cada uno en casa de sus padres.
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