De todos es sabido que, cuando un grupo social discriminado intenta reclamar sus derechos, el sistema establecido se defiende siguiendo unas pautas que siempre se repiten. Al principio, cuando las voces rebeldes aún son pocas, el arma preferida es la irrisión. Sucedió durante mucho tiempo con las mujeres: las damas sabias eran ridículas; las sufragistas eran feas, machorras, unas histéricas; de hecho, la palabra feminista sigue aún cargada con el plomo de la mofa. Luego viene una segunda etapa, que es la del enfrentamiento directo; llegados a ese punto, se discute, se pelea y hay forcejeos políticos, porque las reivindicaciones son ya tan mayoritarias y tan serias que el poder no puede despacharlas con el simple recurso de burlarse de ellas. Este periodo es crucial: es entonces cuando se acometen los cambios legales esenciales y cuando la sociedad bascula hacia un nuevo consenso.
Pero luego queda aún una tercera etapa de resistencia del sistema ante el cambio, una fase agazapada y subrepticia que consiste en difundir la especie de que ya no hay discriminación, que el problema se ha acabado y ya no es necesario seguir luchando. En el caso de las mujeres nos encontramos ahí y, aunque es evidente que el avance ha sido monumental, lo cierto es que la supuesta igualdad es una falacia. Déjenme que ponga ejemplos del mundo literario, que es el que me cae más cerca; es verdad que las mujeres escribimos, publicamos y podemos ser superventas; pero, como dice Laura Freixas, los críticos de los principales suplementos literarios españoles son hombres en un 85%, y sus reseñas son también en un 85% de autores varones. Por no hablar de las antologías, de las enciclopedias… Cuanto más ascendemos por la escala de poder, menos mujeres. De los 36 premios Nacionales de Narrativa que ha habido desde la Transición, sólo dos han ido a parar a escritoras. Y entre los 66 premios de la Crítica, sólo hay tres mujeres. Son porcentajes ridículos, y esto no sucede sólo en España; en el Nobel sólo hay un 12% de mujeres (en todas las categorías); en el Goncourt, un 6%. No se trata, por supuesto, de una conspiración consciente, sino de la pervivencia de un prejuicio, de la inercia ciega del sexismo (en el que también caemos las mujeres). Por cierto, y hablando de cifras grotescas, se acaba de publicar que las ministras británicas ocupan despachos más pequeños: miden de media 21 metros cuadrados menos que los de los hombres. No es un dato baladí: en la carrera del poder, la gente suele matar por un buen despacho.
Sucede exactamente lo mismo con la homosexualidad. También hubo una primera etapa de burla al mariquita, un segundo periodo de lucha y de conquista y ahora empiezo a escuchar la consabida cantinela del “ya no hay ninguna discriminación, de qué se quejan”. En los tres últimos meses, el Colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de Madrid (COGAM) ha presentado dos sólidos estudios sobre la discriminación homofóbica en nuestra sociedad. El primero está hecho con una muestra de 762 personas que se autodefinen lesbianas, gays, transexuales o bisexuales. Pues bien, un 44% dijeron haberse sentido discriminados en alguna ocasión al ir a alquilar un piso (“fui con mi pareja y cuando le dijimos al dueño que éramos dos mujeres casadas nos contestó que no alquilaba a maricones ni lesbianas”), o en un restaurante, en un bar, en una oficina bancaria, en una tienda o cualquier otro lugar público. Aún peor, por lo que supone de angustia prolongada, es el siguiente dato: un 31% dijeron haberse sentido discriminados en el puesto de trabajo, muchos de ellos por verse obligados a soportar bromas constantes y pullas ofensivas. Pero lo más inquietante es lo que sucede en los centros de estudio: un 76% dijeron haber sido discriminados en el centro educativo, mayoritariamente por sus compañeros (92%), pero también por los profesores (26%) e incluso por los padres o las madres de otros alumnos (11%). Esta discriminación puede convertirse en acoso y en un auténtico martirio y llevar a las víctimas hasta el suicidio.
Precisamente el otro trabajo que COGAM acaba de publicar estudia la homofobia en los centros de Secundaria. Tras entrevistar a 5.272 estudiantes de institutos públicos de la Comunidad de Madrid, descubrieron que nueve de cada diez alumnos consideran que hay rechazo hacia las lesbianas, los gays, los bisexuales y los transexuales; además, un abultado 42% piensan que los profesores muestran una clara pasividad ante comportamientos homófobos. En semejante caldo de cultivo, es comprensible que el 80% de los que se autodefinen como homosexuales oculten su tendencia y finjan ser quienes no son. Estamos hablando de chavales entre los 12 y los 17 años. Una eternidad de infierno que atravesar.
@BrunaHusky, www.facebook.com/escritorarosamontero, www.rosa-montero.com
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