9.19.2017

“Las empresas no tienen ningún vínculo de lealtad con sus trabajadores ni con la sociedad” (EL PULPITO LAICO)

El filósofo David Schweickart propone como alternativa al capitalismo un modelo de 'democracia económica', basado en la democratización de los mercados de trabajo y de inversión y la eliminación del trabajo asalariado


A finales de los años sesenta, David Schweickart (Cleveland, 1942) decidía dar un giro a su carrera como matemático y trasladarse a Birmingham (Alabama) para impartir unas clases de verano universitarias, experimentando de primera mano la represión estudiantil y la violencia policial contra los afroamericanos en el sur estadounidense. “Como estudiante universitario no tenía ningún interés en política, era otro chico conservador más. Estudié matemáticas, en esa época se daba mucha importancia a las ciencias. Los patriotas debíamos estudiar matemáticas e ingeniería y ayudar con el desarrollo técnico del país”, recuerda con ahínco.
Aquel despertar político de la ciudadanía estadounidense con la marcha de Martin Luther King desde Selma (Alabama) marcó para siempre la carrera profesional de Schweickart. “¿Qué estoy haciendo como matemático?”, me preguntaba. En aquel contexto, accedió a El Capital de Karl Marx deteniéndose en cada ecuación y nada volvió a ser igual. Tras su regreso a su estado natal, David Schweickart disipa su curiosidad intelectual con un doctorado en Filosofía por la Universidad Estatal de Ohio. Disciplina en la que finalmente desarrolla gran parte de su carrera profesional, impartiendo hasta la actualidad clases en la Universidad de Loyola de Chicago.
Fruto de su interés por la obra de Marx y el descontento con el sistema económico predominante en Estados Unidos, en 1993 publica su primera obra, Contra el capitalismo. En ella, Schweickart desarrolla una alternativa al capitalismo en una época en la que –tras el colapso de la Unión Soviética- el mantra mundial giraba en torno al ‘There is no alternative’ de Margaret Thatcher. Su modelo, definido como ‘Democracia Económica’, se adentra en las variantes al modelo soviético tratando de buscar un socialismo más eficaz.
Reconociendo los logros del socialismo dirigido en Rusia, China o Cuba, como sacar de la hambruna a sus poblaciones, el filósofo y matemático estadounidense considera que es posible un socialismo de mercado basado en diversas experiencias. La autogestión de los trabajadores en Yugoslavia, el modelo cooperativo de la empresa Mondragón y las particularidades del capitalismo japonés (intervención estatal a gran escala en las decisiones de inversión, alta protección y participación de las pequeñas empresas y de sus trabajadores en la toma de decisiones), son las principales experiencias de éxito que aborda en el conjunto de su obra.
A su paso por España, dentro del curso de verano de la Universidad Autónoma de Madrid ‘Alternativas ecosociales en el Siglo de la Gran Prueba’, David Schweickart atiende en exclusiva a este medio en una cafetería céntrica de la capital.

¿Qué enseñanzas aprendió de Marx?

Sabía que había muchos problemas en el mundo, pero con Marx aprendí que el problema principal era el sistema económico. Ten en cuenta que en aquel momento de inicios de la década de 1970 no era tan evidente; no había tanto desempleo, los sueldos subían, los estudiantes no se endeudaban como ahora.
Me abrió los ojos al hecho de que el capitalismo es un sistema inherentemente explotador, y además se trata de una explotación invisible. Fue una revelación deslumbrante. Pero la pregunta, una vez Marx me convenció de que el capitalismo tenía problemas estructurales profundos, era cuál es la alternativa.

¿Qué cuestiones a las que no da respuesta Marx trata de resolver con su obra?

Marx no intentó dar una alternativa. Tenía fe en el carácter racional del ser humano y en que, llegado un punto, veríamos las contradicciones del capitalismo (en un enfoque que es clara herencia de Hegel). Marx celebra ciertos elementos del capitalismo y en el Manifiesto comunista afirma que el capitalismo ha creado más maravillas que nunca antes, pero también está lleno de contradicciones. Y fruto de ellas, ha dado lugar a un tipo de crisis completamente nueva: las crisis de superproducción.
¿Cómo puede generarse una crisis por producir demasiado? Es consecuencia de que la sociedad esté dividida entre propietarios y trabajadores: la lógica de los propietarios es mantener los sueldos lo más bajos posibles, pero entonces no se puede consumir todo lo que se produce. Esto que genera un círculo vicioso: menos beneficios, más despidos, etc. “Tiene que haber una forma de organizarnos mejor”, pensé.

¿Cómo surge la idea de explorar la alternativa de ‘Democracia Económica’?

Durante un tiempo parecía que había alternativa. Paul Samuelson preveía que, hacia la década de 1990, la URSS superaría a EEUU en crecimiento económico, pero empezó a decaer y mostrar serias deficiencias e ineficiencias. No podía basarme en Marx para las alternativas, porque todo se había vuelto demasiado complejo para que él lo hubiera previsto. Era claro que hacía falta pensar alternativas.
Me fijé en los experimentos cooperativistas, con introducción de mercados, en Yugoslavia y Hungría. Una idea importante es que no existe un único “Mercado”. Lo que llamamos “mercado” en realidad son tres: mercado de bienes y servicios, mercado de trabajo y mercado de capital.
Si lees a Marx, la conclusión es que hay que eliminar el mercado de trabajo y el de capital en el sentido de democratizar esos ámbitos. De ahí que hable de ‘Democracia Económica’. A la vez, conviene mantener el mercado de bienes y servicios, porque es una forma de democracia. Citando a Schumpeter, el dinero de los consumidores en el mercado de bienes y servicios opera en cierta medida como un voto: manifestamos qué queremos, qué no, y el mercado reacciona y trata de adaptarse a las preferencias. Democraticemos el trabajo.
Siempre cantamos las virtudes de la democracia, pero sorprendentemente desaparece en cuanto se trata del trabajo. Podemos elegir al presidente, pero no al jefe. Ocurre algo parecido con la inversión. Las decisiones en materia de inversión requieren planificación a largo plazo y afectan a muchísimos ámbitos y a las vidas de todos. ¿Por qué no tenemos voz al respecto? Los inversores deciden invertir o no, cuando y como quieren.
Si queremos una economía democrática de verdad, hace falta incorporar la democracia al trabajo y a la inversión. Los datos empíricos demuestran que las empresas democráticas funcionan al menos tan bien como las capitalistas y la banca pública también funciona en Japón o Corea del Sur.

El término ‘socialismo de mercado’ puede acarrear muchas críticas por parte de los marxistas más acérrimos.

Marx nunca dijo que no pueda haber mercados. Al inicio de El Capital -cuando lleva a cabo el análisis de las mercancías, el intercambio, el valor, etc- queda claro que el elemento fundamental, lo que lo cambia todo, es un nuevo tipo de mercancía: la fuerza de trabajo. 
De repente, los seres humanos solo tienen una cosa que vender, su fuerza de trabajo. Ese es el secreto del capitalismo que desentraña Marx. Por la fuerza de trabajo se paga lo mismo que por cualquier mercancía. El problema es que la fuerza de trabajo sea una mercancía, la única que pueden ofrecer los trabajadores.






¿Cómo entendemos en su modelo el papel que debe jugar el mercado?

Lo que planteo es que cabe una sociedad socialista que tenga mercado siempre y cuando la fuerza de trabajo no sea una mercancía. El problema es la competencia, los trabajadores no tienen por qué competir por ver quién trabaja más por menos. Eso es consecuencia de la lógica propia del capitalismo (amenaza de despidos, etc.).
Estoy convencido de que Marx estaría de acuerdo en que el problema no es el mercado per se, sino la explotación de la fuerza de trabajo y la división entre propietarios de los medios producción y los trabajadores. Otra cosa relevante, aunque Marx lo planteara en términos muy abstractos, es que al hablar de capitalistas se refiere a quienes aportan el capital, pero en realidad no hacen nada. No son productivos, no fabrican las máquinas, ni los edificios, ni aportan nada; así que podemos tener un mundo sin capitalistas. Si el problema es la fuerza de trabajo como mercancía, ¿por qué no establecer fuerzas y centros de trabajo democráticos en los que se trabaje juntos y se compartan los beneficios? Ahí radica parte de la solución, en librarse del trabajo asalariado.

En su obra, Mondragón aparece como un ejemplo de éxito. En 2013 cerró su buque insignia Fagor y ha sido aprovechado por medios y economistas para condenar el modelo cooperativista al fracaso. ¿Ha arrastrado Mondragón los mismos males que una empresa capitalista al uso, tratando de crecer sobredimensionadamente y competir en un mundo globalizado?

Mondragón es un caso muy interesante. Es la inspiración para cualquier modelo cooperativista. Cierto, Fagor quebró, pero Mondragón opera con una lógica distinta a la de las empresas capitalistas. Prueba de ello es la reubicación de los trabajadores cooperativistas. Al participar en el capitalismo es cierto que se contagia de algunas de sus dinámicas e instituciones: hay trabajadores contratados y existe una cierta tendencia al crecimiento. Pero siempre está la diferencia interesante en su fundamento: orientación al empleo y distinta forma de afrontar crecimiento. Los trabajadores quieren proteger su trabajo, así que no se produce una deslocalización en el sentido capitalista.
Las empresas capitalistas no tienen ningún vínculo de lealtad con sus trabajadores ni con la comunidad. Para las empresas cooperativas que operan en el capitalismo, es difícil sobrevivir con éxito en la competencia encarnizada del capitalismo. Sigo pensando que Mondragón es un ejemplo histórico de éxito.

¿Qué instrumentos son clave para evitar que la competencia capitalista y la dinámica neoliberal afecten a las cooperativas?

No hay una solución definitiva. Es más difícil establecer cooperativas que montar una empresa capitalista. Si reforzamos la banca pública, se puede favorecer la creación de cooperativas. Lo bueno es que dan estabilidad a las comunidades, no se van, y eso es un problema esencial hoy.
Fijémonos en Detroit, al abandonar las empresas la ciudad solo queda tierra quemada. La gente creía aquello de que lo que era bueno para General Motors era bueno para EEUU, pero ahora somos mucho más escépticos sobre la lealtad o el compromiso de las empresas. Los procesos de deslocalización son ilustrativos en ese sentido. Los instrumentos clave pasarían por el control social de la inversión y un sistema de bancos públicos que canalicen los fondos de inversión.

¿El colapso mundial en 2008 ha sido la gran oportunidad perdida para cambiar o reformar el sistema?

Uno de los problemas de la crisis de 2008 es que no había ninguna sensación de alternativa. Ante algo así hay que rescatar a los bancos porque si no se les rescata toda la economía sufre, la gente pierde su trabajo, no hay ingresos públicos… ¿Y por qué no nacionalizar la banca? Nadie pensaba en eso, no era una posibilidad, suena a comunismo.
Pero ¿acaso hemos vuelto a la normalidad? Es sorprendente porque ahora, más que cuando empecé a escribir, existe una profunda sensación de que el sistema no funciona y está corrompido. Si no, ¿por qué se elige a Donald Trump? Si hemos elegido este presidente es porque no estamos en una situación normal.
Los datos muestran la evolución y la relación entre productividad y sueldos, y cómo los sueldos, ajustados a la inflación, son más bajos ahora que en los años 70. No tiene nada que ver con aquella época dorada del capitalismo entre 1945 y 1975. La productividad sigue subiendo y la situación empeora. Los sindicatos están diezmados, los contratos son cada vez más precarios, aumenta la acumulación de riqueza. Habrá nuevas crisis económicas y quizá entonces será el momento de hacer algo distinto, aunque nadie se atreva a formularlo rotundamente.

En su visita a España aborda cuestiones como la crisis ecológica. ¿Es la gran amenaza que se cierne sobre el capitalismo o cabe la posibilidad de que se produzca un “capitalismo verde” que aproveche la coyuntura climática?

 El capitalismo verde no es una imposibilidad lógica, pero sí virtual. El capitalismo necesita crecer para estar sano. La plusvalía capitalista debe reinvertirse para generar más beneficio. Si no se invierte, la consecuencia es una recesión con efectos devastadores. Hace falta consumo y crecimiento constantes. Es curioso: cuando la economía no crece se dice que hay “estancamiento”; cuando las células del cuerpo no crecen lo llamamos estabilidad, y si crecen lo llamamos cáncer.
Siempre cito a Kenneth Boulding, un economista que decía que “solo un loco o un economista creerían que un crecimiento exponencial puede perpetuarse en un mundo finito”. Solo hay que hacer las cuentas. En Estados Unidos durante el siglo XX, incluso con la Gran Depresión, hubo una tasa media de crecimiento anual del 3%. Con esa tasa de crecimiento, la economía se duplica cada 24 años. En un siglo, se multiplica por 16. El PIB de Estados Unidos en el año 2000 era de 10 billones de dólares.


¿Alguien puede creer que para final de siglo la economía será 16 veces mayor?, ¿qué consumiremos 16 veces más? Te dicen que no serán cosas materiales, pero que alguien me diga cómo se puede conseguir un crecimiento así sin consumo material. Tenemos que poner freno, y es una necesidad urgente por lo que estamos haciendo con los océanos y el clima.
Si queremos parar el cambio climático hace falta la intervención decidida del Estado. En la derecha se oponen, pero no hay alternativa. Y lo interesante es que sí existe una alternativa: la Democracia Económica.
Las empresas capitalistas tienden a crecer con rendimientos constantes de escala, pero esa lógica no opera en las empresas democráticas, aunque exista competencia. No hay interés en crecer de esa forma porque eso supone repartir los ingresos entre más gente, en lugar de obtener más beneficios para unos pocos, como en las empresas capitalistas. La competencia es buena, es el motor de la innovación y es sano intentar mejorar, pero el problema es la necesidad de crecimiento constante.