Como llevo muchos años en el mundo del periodismo, ya me he acostumbrado al constante vaivén de la información. Las noticias van y vienen como olas; de repente un tema se pone de moda y todo el mundo no hace más que hablar de ello, como si fuera una cuestión álgida de importancia suprema que no va a desaparecer de nuestro foco de interés hasta que el asunto se termine o se solucione. Nada más falso: en realidad enseguida nos olvidamos de todo; otro tema acuciante y de inextinguible interés pasa a ocupar nuestra atención, para extinguirse a su vez a las pocas semanas.
Hace algunos años, por ejemplo, el fenómeno del mobbing emergió a la luz como un monstruo abisal… Incluso nos tuvimos que aprender la palabreja, que antes ignorábamos. Mobbing: acoso laboral. Un maltrato que puede ser ejercido por los compañeros o los jefes y que llega a destrozar a las personas. Fue algo muy comentado durante cierto tiempo, y la visibilidad informativa permitió que muchas personas pudieran entender lo que les estaba sucediendo. Sin embargo, ese dragón escamoso ha vuelto a sumergirse. Los periodistas apenas hablamos ya de ello, y me temo que no es porque el abuso haya disminuido, sino porque la sociedad ha dejado de prestarle atención.
Un caso aún más sangrante y verdaderamente intolerable es el del acoso infantil. Esos matones (y matonas, porque también las niñas ejercen la violencia) que transmutan la vida de otros niños en un infierno, hasta el punto de que muchos, demasiados, se suicidan. Hará quizá diez años el tema del acoso escolar pareció convertirse en una prioridad social, que es exactamente lo que debe ser. Pero ahora se habla mucho menos de ello, y si no fuera por el empeño de los colectivos gais, que están haciendo una labor magnífica de investigación y de denuncia del acoso homofóbico, creo que todavía sería un tema mucho más ignorado. Pero, claro, el acoso infantil no se produce sólo por temas de elección sexual; basta que seas un niño o un adolescente un poco diferente, un poco sensible, un poco más débil, para que algunos energúmenos te torturen, con el agravante de las grabaciones de móviles y el hostigamiento a través de las redes.
El pasado abril se cumplió un año de la muerte de Carla, una niña de 14 años que se arrojó a las rocas desde un acantilado de Gijón por la persecución insoportable a la que había sido sometida por sus compañeras de clase. La llamaban bizca (tenía estrabismo), bollera; le metieron la cabeza en un retrete; la pegaban. Pedro Simón sacó en El Mundo hace unas semanas un extracto de las conversaciones de la niña con su hermana en Facebook: “Mañana salgo y no sé si salir porque me van a buscar”, decía Carla; “pues intenta ir por donde sepas que no paren y con muchos amigos”, respondía la hermana. Y Carla contestaba: “Nadie me va a defender, no hay huevos”. Saco a colación este caso terrible porque creo que en él se dan las dos condiciones esenciales para que la pesadilla siga existiendo. La primera es el miedo o la indiferencia de los otros compañeros. Creo sinceramente que los bárbaros capaces de atormentar así son minoría; pero se aprovechan de la falta de reacción de la mayoría. Hay que hablar del tema constante y públicamente, hay que hacer campañas concienciadoras, anuncios de televisión, cómics, vídeos en YouTube; que el abusón sea visto como un repugnante miserable; que se eduque a los niños en el aborrecimiento a ese maltrato y en la defensa del maltratado; que los perseguidores queden públicamente expuestos como lo que son, unos seres despreciables, cobardes y ridículos.
Pero la segunda condición es aún más esencial, y es la actitud de los centros, de los profesores y de los jueces. En el tema de Carla, no ha sucedido nada; no ha habido ni responsabilidades ni consecuencias. La Fiscalía de Menores de Oviedo archivó el caso al cumplirse el año del suicidio de la niña; la familia de Carla y la Asociación Contra el Acoso Escolar luchan para que se reabra. Tengo la terrible sensación de que muchos colegios prefieren tapar estos asuntos y mirar para otro lado, cuando, por el contrario, deberían tener programas y protocolos especiales para prevenir semejante martirio. Y, si los profesores y los centros educativos fallan, tiene que entrar en funcionamiento el sistema legal. Se puede y se debe castigar ejemplarmente: por ejemplo, en 2011 el colegio Amor de Dios de Alcorcón fue condenado a pagar 40.000 euros por el acoso continuado de un crío desde los 7 hasta los 10 años. Es fácil ignorar el sufrimiento de los niños porque en realidad protestan muy poco; no esperemos para combatirlo a que se tiren desde el acantilado.
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