Si algo funciona, no lo toques. Es
una de las máximas sagradas del Código Mariano. El cambio de estrategia a
última hora en plena moción de censura sólo puede significar una cosa:
Mariano no se fía de que todo haya ido tan bien como le dice su
entorno. Como a cualquier observador mínimamente informado, le habrán
chocado los denodados esfuerzos de unos y otros para cuadrar, aunque
fuera a hachazos, el guión de la colosal tunda del estadista al aprendiz
de revolucionario que ni por asomo se produjo.
Ante la duda de si realmente había
marcado tanta diferencia y se había desmontado a Pablo Iglesias, el PP
activó su plan B favorito: en la mierda todos son iguales. Sólo así se
entiende la irrupción desde las cloacas del Partido Popular del
portavoz-basurero,
Rafael Hernando, para apuntarse a los pederastas y traficantes de
drogas de la, hasta ese momento, denostada estrategia Cifuentes.
Puede que no fuera necesario, pero
por si acaso lo hicieron. Demasiada munición para volver a matar al
cadáver que decían ya había matado Rajoy el día anterior. Otra
contradicción que sumar a la inconsistencia de pasarse semanas
calificado la
iniciativa de Podemos como un circo, pero tomarse el trabajo de
contestarla personalmente. Demasiada solvencia para tanta frivolidad. A
Rajoy y sus diputados no les bastaba la evidencia de que los suyos
estaban contentos con el resultado, o que su decisión
de citarse con Iglesias había producido un daño colateral severo en la
figura de un incomprensiblemente mudo Pedro Sánchez.
A cambio de soportar unas horas de
debate Rajoy se ha anotado tres tantos en una jugada: revender su acción
de gobierno, recordar a sus votantes que el enemigo sigue a las puertas
y evidenciar la fragilidad de la posición del líder socialista,
que sólo puede hablar en el Congreso si presenta una moción de censura;
un buen tanteador.
Pablo Iglesias también puede estar
satisfecho. Le ha sacado todo el jugo posible a una moción de censura
que, entonces, pareció una buena idea, pero ahora iba camino de
convertirse en un tiro en un pie. Sus votantes han recibido seguro la
inyección
de moral que necesitaban precisamente ahora, han ganado una portavoz en
la figura emergente de una contundente y eficaz Irene Montero y Rajoy
le ha asignado el papel de líder de la oposición, que supo aprovechar en
el fondo y en la forma.
Todo son ventajas. A las que hay
que sumar la legendaria habilidad socialista, capaz de convertir en un
mal menor un gesto tan simbólico y potente como su abstención, y los
prejuicios de Ciudadanos y Albert Rivera, el retroalimento ideal para
la falta de visión de la estrategia de un Pablo Iglesias que sólo sabe
moverse en una dirección buscando aliados.
Todos quienes aún se empeñan en
rebajar el notable debate que acabamos de presenciar, calificándolo de
teatro o de circo, deberían al menos reconocer que hacía tiempo que en
el Congreso no se representaba con tanta claridad esta España dividida
entre quienes creen que se trata de elegir entre estabilidad o un poco
de corrupción y quienes creen que se trata de elegir entre corrupción o
un poco de estabilidad.
Pablo Iglesias ha perdido la
votación, pero no está claro que haya perdido la moción. Igual que Rajoy
ha ganado la votación, pero no está claro que haya ganado la moción.
Como al final de la épica película de Peter Weir,
El club de los Poetas Muertos,
queda esa sensación de que la dirección y el viejo sistema han ganado
esta vez, pero ya nadie podrá parar el cambio y lo nuevo que viene
porque los chavales habían visto con sus propios ojos lo que puede ser,
no aquello que les habían dicho que debía ser.
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