6.18.2017

Este artículo fue publicado originalmente en la edición digital de El País y posteriormente despublicado porque la dirección lo consideró "inapropiado" Hernando asegura que no es machista y que si Montero lloró será porque Iglesias perdió la moción de censura El portavoz del PP demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio a las mujeres (EL PULPITO LAICO)

Rafael Hernando: el hombre que no deberíamos ser Octavio Salazar

Siempre que en algunas jornadas se plantea el interrogante sobre lo que significan las “nuevas masculinidades” –un término que a mí al menos me genera el rechazo propio de las etiquetas que no transcienden lo políticamente correcto y que en este caso incluso pueden seguirle el juego al patriarcado–, me resulta muy complicado precisar en qué consiste ser un hombre “nuevo”. Resulta mucho más fácil, como en tantos otros debates complejos, especificar lo que en todo caso no debería formar parte de un nuevo entendimiento de la virilidad, despojada al fin de lastres machistas y dispuesta a transitar por senderos en los que sea posible la equivalencia de mujeres y hombres. En este sentido, resulta tremendamente didáctico usar referentes de la vida pública para señalar justamente lo que no debería ser un hombre del siglo XXI. Un territorio, el de la vida pública, que todavía hoy está  casi enteramente poblado por sujetos que visten cómodamente el traje de la “masculinidad hegemónica” y que lógicamente están encantados de ser la parte privilegiada del contrato.
Si alguna consecuencia positiva podemos extraer del debate que tuvo lugar en el Congreso hace unos días con motivo de la moción de censura presentada por Unidos Podemos es, además de confirmar lo necesitado que está el Parlamento de voces contundentemente feministas como la de Irene Montero, el magnífico ejemplo que nos ofreció una vez más el portavoz del Grupo Parlamentario Popular sobre el tipo de varón que debería estar fuera de la vida pública y al que ningún joven debería aspirar a parecerse. Como es habitual en él, y como supongo que así lo espera el público que le aplaude y que comulga con su chulería misógina, Rafael Hernando demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio de las mujeres, la negación de su individualidad y autoridad, así como la necesidad de empequeñecerlas a ellas para que nosotros podamos vernos el doble de nuestro tamaño natural. Algo que ya nos descubriera con su lucidez preclara Virginia Woolf a la que me imagino que Hernando y su fratría de iguales no tienen entre sus lecturas de cabecera.
Los comentarios del portavoz popular, y no digamos las justificaciones posteriores dadas por él mismo y por algunos miembros (y miembras) de su partido, ponen de relieve uno de los mayores obstáculos que las mujeres siguen encontrando para ejercer su estatuto de ciudadanas en igualdad de condiciones con los hombres. Me refiero no solo a cómo nosotros seguimos prácticamente monopolizando los púlpitos, que también, sino a cómo desde esos mismos espacios en los que actuamos como representantes de todas y de todos solemos devaluar las aportaciones de nuestras compañeras, les negamos valor por sí mismas y seguimos finalmente prorrogando la concepción de que de las mujeres solo pueden ser seres que viven por y para otros, y que por tanto que si están en política es porque hay hombres que se lo permiten y siempre, claro está, que ellas permanezcan en un lugar subordinado.  De esta manera, y mientras que para los hombres los vínculos afectivos o sexuales no han supuesto nunca un argumento que mine nuestra autoridad –al contrario, incluso puede llegar a ser un factor más de reconocimiento entre iguales–, para ellas sus relaciones personales y familiares juegan en contra y son esgrimidas por el adversario como argumento de peso para quitarle valor a su acción política.

Rafael Hernando, no solo por lo que dice sino por cómo lo dice, es el mejor ejemplo de un modelo de virilidad que deberíamos superar si efectivamente queremos construir una sociedad en la que el sistema sexo/género no siga estableciendo jerarquías entre nosotros y ellas. Si efectivamente deseamos que los valores éticos que impregnen nuestra democracia tengan que ver, como bien nos enseña el feminismo, con el reconocimiento de nuestra fragilidad y por tanto de nuestra interdependencia, con la necesidad de establecer puentes entre las y los diferentes o con la asunción de que la vida pública y privada no son opuestas sino necesariamente complementarias, necesitamos un modelo diverso de hombría que deje atrás la omnipotencia de quien se sabe sujeto privilegiado y que sea capaz de reconocer a las mujeres como la mitad igual sin la que el pacto democrático no merece este adjetivo. Ello pasa necesariamente por la renuncia a nuestra situación de comodidad, por la superación de la idea de que nuestros deseos pueden convertirse en derechos y por el reconocimiento de la igual autoridad de unas compañeras que todavía tienen que justificar sus méritos el doble que nosotros y a las que es habitual que se les niegue la competencia que con tanta facilidad se aplaude a varones mucho más mediocres que ellas.