El
tiro no se ha elevado lo suficiente como para plantear lo que sería el
mayor alivio para esos estudiantes: la vuelta a un sistema de estudios
superiores plenamente público y transparente, sujeto al
más amplio debate académico y ciudadano
"Una
clase política corrupta es solo el espejo político de una sociedad
corrupta". Se trata de una cita sin autor, una cita de evidente
moralismo, pero que debe ser tomada muy en cuenta por cualquiera que
trate con algo de profundidad el problema de la corrupción. De natural,
somos bien intencionados, queremos "ser buenos", estar del lado bueno.
Por eso, la corrupción se presenta como un cáncer, una anomalía, algo
excepcional y acotado. Incluso cuando es manifiesto
(como es el caso) que la corrupción es "transversal" a toda la clase
política, el discurso político (por ejemplo el de Ciudadanos, pero
también el de Podemos) tiende siempre a separar positivamente a la
ciudadanía, o al pueblo honesto y trabajador, de aquella
parte corrupta, que le es ajena. La corrupción es, por tanto, cosa de
los políticos, de un segmento de los políticos. Basta tener buen
periodismo y buenos jueces. Pero lo cierto es que este enfoque no
entiende, ni por asomo, lo que podríamos definir como la
"sustancia de la corrupción". Y que no es otra que la del propio
ejercicio del poder.
La
democracia fue para la Atenas clásica el gobierno del pueblo, de "los
muchos": para Aristóteles, sin ambages, el "gobierno de los pobres". Y
además la de un gobierno directo, que exigía muy pocas mediaciones
institucionales. La democracia moderna se constituyó sobre pilares
radicalmente diferentes. Convertida en un gobierno de representantes, la
democracia moderna sería, a los ojos de un ateniense quizás, en el
mejor de los casos, un gobierno de los
aristoi
(los mejores), apenas confirmados por un plebiscito regular. El
problema que nos señalaría inmediatamente ese ateniense es que, casi
siempre, el gobierno de los
aristoi degenera o se "corrompe" en gobierno de los
oligoi (los ricos y poderosos), los únicos con capacidad y medios para ser conocidos y ratificados por el pueblo.
No
queda ahí la cosa. La democracia moderna fue también identificada con
eso que llamamos "Estado de derecho". Estado de derecho quiere decir que
el gobierno está sometido a la ley, pero sin ningún componente
sustantivo sobre lo que debería ser la ley: autoritario o democrático,
punitivo o restaurador. Por eso cualquier régimen antidemocrático puede,
caso de tener una judicatura relativamente independiente, declararse
también "Estado de derecho".
De todos modos, algo verdaderamente democrático se ha transmitido
en nuestra tradición política. Curiosamente, esta "nota democŕatica"
moderna coincide con la ilustración liberal, esto es, con su
desconfianza al poder. El poder para los modernos (al fin
y al cabo, para nosotros) es siempre sospechoso de abuso, de
corrupción. Por eso debe estar sometido a controles precisos. Esto
quiere decir, que el poder debe ser transparente, público. En sustancia,
de acuerdo a esta tradición, la corrupción no es el resultado
de la excepción del poderoso, que se sitúa por encima de la ley, sino
del abuso de poder consustancial al poder. Y esta corrupción se produce,
en parte, por la falta de transparencia, la falta de publicidad de la
política. La corrupción es, como se ve, la
forma esencial de las democracias modernas, en las cuales casi todas
las decisiones se toman de forma privada y de acuerdo a intereses
privados, aun cuando se ajusten a la ley.
El
escándalo del máster, o el no máster, de Cifuentes ha pasado por
distintas fases desde que se supiera de la manipulación del expediente
de la presidenta. Empezó como un asunto que afectaba única y
exclusivamente
a la carrera política, ya no tan meteórica, de la exdelegada del
Gobierno. Este ha sido el gran asunto que ha ocupado la agenda mediática
y política desde entonces. En relación con el mismo se ha hecho un
excelente trabajo periodístico y también un trabajo
político, ya no tan bueno. Como era de esperar, la política ha ido a
rastras del escándalo, ha escenificado la indignación, ha exigido la
dimisión de Cifuentes y ha amenazado con mociones de censura. Pero ahí
acaba el asunto, la clase política, también la
nuestra, ni quiere ni sabe ir más allá. A fin de cuentas, ir más allá
supondría empezar a analizar cómo se ejerce el poder en nuestras
democracias, y por qué estas son tan propensas a la corrupción.
Posteriormente,
el escándalo ha terminado afectando a la Universidad Rey Juan Carlos
(URJC), la institución que supuestamente expidió el título, al parecer
con toda clase de irregularidades. El caso de la
Rey Juan Carlos es interesante porque nos acerca a otra perspectiva. De
un parte, muestra algo evidente: esta Universidad ha sido un
"chiringuito universitario" del Partido Popular. Chiringuito, por
supuesto, pagado con dinero público. Esta Universidad (no
obviamente toda la estructura pero sí un buen número de sus profesores y
departamentos) ha promovido, sin mucho disimulo, un retiro dorado para
una buena cantidad de políticos del partido, ha servido también de
espacio de formación de futuros cuadros y además
ha sido la incubadora de algunas consultoras y think tanks populares.
La
URJC no es, sin embargo, una anomalía. Históricamente, las
universidades públicas, depuradas por el franquismo, fueron convertidas
en cotos de las familias políticas de la dictadura, especialmente del
Opus
Dei. En clara línea de continuidad, durante la democracia, las familias
políticas del nuevo régimen trataron de hacer lo mismo inaugurando
nuevas universidades. Así, lo hizo el PSOE madrileño con la Carlos III o
la CiU catalana con la Pompeu i Fabra, por no
mencionar una enorme cantidad de ejemplos autonómicos.
Decimos
que la Universidad Rey Juan Carlos es un "chiringuito del PP", pero
sería injusto olvidar el papel de otras familias políticas de la
democracia, incluso de las más insospechadas. Así conviene recordar
el papel que en la URJC jugó IU, mediante aquel célebre defensor del
proletariado, Moral Santín, el mismo que se pulió más de 450.000 euros
con la tarjeta
black
de Bankia, y que ejerció una particular influencia sobre la URJC desde
su mandarinato universitario en la Complutense. Quizás no sea tan
casualidad que dos de las profesoras
cuya firma aparece, probablemente falsificada, en el acta de Cifuentes
estén vinculadas a IU. En realidad y por ser claros, la Universidad Rey
Juan Carlos es un caso límite de los mismos esquemas de prebendas y
clientelismo que dominan la universidad española,
en algunos casos vinculados al poder político propiamente dicho (los
partidos), y en otros simplemente como coto particular del poder
académico (los mandarines y cátedros de turno).
La
Universidad no es la clase política, y sin embargo pertenece a esa
misma galaxia de la corrupción, que inevitablemente se forma cuando el
poder no es público y cuando el poder no está convenientemente
distribuido
"entre muchos". Pero el caso de la Universidad no es único. Se podría
hablar, desde luego, de todo aquello que recibe el nombre de "sociedad
civil", o de una forma todavía más evidente, de ese cascarón público
lleno de dinámicas ultrafinanciarizadas que eran
las cajas de ahorro. Nótese bien, una modalidad de banca casi pública,
privatizada ya antes de su privatización, por una particular alianza de
élites políticas e intereses empresariales.
Si se considera el asunto con amplitud, la verdadera cuestión política que se juega en el
affaire
Cifuentes, está por tanto en otro lugar que el de su dimisión. Un lugar
que hoy parece ocupar un segundísimo plano para los representantes de
la "nueva política", centrados
como están en las tensiones entre partidos y candidatos para dejar
cerrada la sucesión de la cabeza de los populares madrileños. De una
forma muy concreta, la "privatización de lo público", que es la fuente
de toda corrupción, se manifiesta en el caso Cifuentes
como ejemplo palpable de la degeneración de una institución pública ya
de por sí muy degradada, la Universidad.
Desde
hace 20 años, desde los llamados acuerdos de Bolonia (que trataron de
inaugurar el "espacio europeo de educación superior"), se ha impuesto la
necesidad de obtener un título de máster, como credencial "valiosa"
de estudios. Al tiempo, se asumía sin reparos la devaluación de los
títulos medios, los llamados "grados" (antes licenciaturas). La
contraparte de este proceso ha sido una nueva ronda de privatización por
la puerta de atrás. Donde antes existían ciclos de
cinco y seis años plenamente públicos y cursos de doctorado también
públicos, ahora hay una inacabable sucesión de másters,
extraordinariamente caros y excluyentes. El máster, a pesar de su por lo
general mediocre calidad, se ha convertido en el "título que
realmente importa". Y por mucho que estos másters estén promovidos y
gestionados por universidades pagadas con dinero público, no dejan de
ser espacios de negocio privado bastante poco transparentes, y por ende
extremadamente propensos a la "corrupción".
Frente a este gigantesco problema de
"corrupción de lo público", Podemos y la nueva política, en consonancia
con su tradicional propensión al tacticismo más plano, se han limitado a
lanzar mensajes dirigidos a empatizar con los
padres y alumnos de máster que se sacrifican, tanto en tiempo como en
dinero, para sacar adelante los llamados posgrados. En ningún caso, se
ha llegado a elevar el tiro lo suficiente como para plantear lo que
sería el mayor alivio para esos estudiantes y familias,
la vuelta a un sistema de estudios superiores plenamente público y
transparente, sujeto al más amplio debate académico y ciudadano. Esta
ausencia de ambición política sorprende aún más, cuando buena parte de
los cargos públicos de la nueva política hicieron
su debut en las luchas universitarias contra el Plan Bolonia del
espacio superior de educación. Precisamente, aquel movimiento
estudiantil se oponía a este sistema de universidad semi privatizada. En
resumen, de aquí en adelante, convendría que nos tomáramos
muy en serio lo que significa la palabra corrupción, que ciertamente va
da mucho más de la oportunidad de tumbar a un rival político.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada