La historia está llena de ejemplos de personajes públicos
que sabían perfectamente lo que no debían hacer y, sin embargo, lo
hacían para su propia perdición y para la perdición de sus pueblos. Los
grandes conflictos del siglo pasado fueron errores de cálculo de sus
máximos dirigentes. La Gran Guerra fue un
conflicto inesperado por el gran público pero incubado meticulosamente
desde hacía muchos meses en el alto Estado Mayor alemán.
Neville Chamberlain y Édouard Daladier acudieron a Munich en 1938 para apaciguar a Hitler
y volvieron a Gran Bretaña y a Francia con la seguridad de que habían
evitado una segunda guerra mundial con un pacto que autorizaba a Hitler a
ocupar la tierra de los sudetes de Checoslovaquia.
Sabían que no se podían fiar de Hitler, pero no tuvieron el coraje de plantarle cara aquel septiembre de 1938. Churchill
sentenció el futuro político de Chamberlain al cerrar su discurso en el
Parlamento diciéndole que usted ha ido a Munich para salvar el honor y
evitar la guerra y perderá el honor y tendrá la guerra. Así fue.
Churchill fue abucheado en un Parlamento donde estaba en absoluta
minoría y donde la paz se creía que se obtenía con discursos.
La historia de los conflictos, según la historiadora norteamericana Barbara Tuchman, la decidieron reyes o presidentes que eran conscientes de que iban directos al fracaso. Felipe II
sabía que no podía sostener cinco guerras paralelas al igual que
Johnson tenía la certeza de que la guerra de Vietnam sólo podía acabar
en desastre. De Gaulle pronunció la célebre frase “Viva
Argelia libre” en 1958 para después iniciar la retirada de la colonia
dejando abandonados a cuantos creyeron en sus palabras. En sus memorias
no está muy satisfecho de este brusco cambio de posición que justifica
por la incapacidad de Francia para mantener una colonia que luchaba por
su emancipación.
La gerontocracia que acampaba en el Kremlin en los años
ochenta sabía que la invasión de Afganistán significaría una operación
inasumible. Contribuyó decisivamente a acabar con el régimen y a la
voladura de la Unión Soviética.
Vivimos hoy momentos de gran desconcierto en Catalunya y en España. Tanto Mariano Rajoy como Carles Puigdemont
saben que el discurso y la política de confrontación no conducen a
ninguna parte, que no puede haber vencedores ni vencidos, que la ley lo
tiene difícil para juzgar sentimientos, que una independencia unilateral
es una quimera porque no tendría el reconocimiento internacional. Los
dos saben que tras la confrontación aparecerán los daños económicos,
políticos, judiciales y mediáticos que se observarán después del choque.
Puigdemont sabe que está tiempo para evitar los costes de
una operación que, incluso antes de producirse, está enviando la sede
social de centenares de empresas fuera de Catalunya. Algunas de ellas
son las más importantes del país. Las consecuencias de estas fugas
empresariales puede que no sean inmediatas, pero no hay que ser un
experto para deducir que significarán un empobrecimiento de Catalunya.
Los líderes del independentismo saben también que la división entre
catalanes es cada vez más preocupante y que el independentismo, hasta
hoy por lo menos, no tiene una mayoría social suficiente. Y, sin
embargo, siguen adelante con su hoja de ruta al margen de los daños
colaterales que ha generado el proceso.
El Partido Popular de Mariano Rajoy no ha acertado en
comprender la realidad catalana. Desde la recogida de firmas contra el
Estatut del 2006 hasta el calculado quietismo de Rajoy pasando por las
presiones para que el Tribunal Constitucional fallara a favor de
recortar el Estatut que había pasado por todos los filtros legales
establecidos en la Constitución, ha habido un desconocimiento de la
realidad catalana.
El Estado ha puesto en marcha todos sus mecanismos
políticos y judiciales para desactivar la declaración unilateral de
independencia, asumida confusamente por el president Puigdemont. La
aplicación estricta de la ley ha situado el problema en el ámbito
internacional, donde los independentistas han trabajado con más eficacia
y agilidad que los aparatos del Estado.
Rajoy y Puigdemont saben que si no ceden en sus
posiciones vamos hacia el desastre y, aunque no sea lo más importante,
el futuro de sus cargos será breve. La prisión incondicional para Jordi Sànchez y Jordi Cuixart
es un error que complica todavía más la posibilidad de llegar a un
pacto en las próximas horas. Rajoy y Puigdemont saben que vamos hacia la
catástrofe y no quieren o no saben evitarlo. Los grandes estadistas
conocen el valor de las cesiones en momentos excepcionales.
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