El Parlament ha aprobado una
declaración de independencia unilateral, irrealizable e irresponsable.
Una DUI antidemocrática y nefasta que apenas respalda un tercio del
pueblo catalán.
Lo ocurrido hoy en el Senado y el
Parlament es un enorme fracaso colectivo, el de todos aquellos en
Catalunya y España con poder y responsabilidad.
A
mediados de septiembre, tras la aprobación de la ley del referéndum,
tuve una conversación con un diputado independentista. A solas, sin
micrófonos, le pregunté mi gran duda: “¿Pero de verdad pensáis que este
octubre vais a tener la República de Catalunya?”. Me admitió que no,
que sabían que eso no era posible. “Ahora no tendremos la independencia,
pero lo que va a pasar estas semanas nos va a ayudar a acercarnos a la
independencia en el futuro”, me explicó. “Esto
terminará con presos políticos y, oye, tampoco es tan tremendo porque
las cárceles españolas no están tan mal; que no son como las
latinoamericanas”.
Esta
conversación me impactó, no solo por la sinceridad con la que este
dirigente independentista admitía la gran mentira: que estaban
prometiendo a sus votantes algo que sabían que era irreal; que la
independencia
se podría declarar, pero que sería tan inútil como abolir la ley de la gravedad.
También me
sorprendió la naturalidad con la que este dirigente independentista
hablaba de la cárcel, y no era en absoluto en tono de humor. Si alguien
reflexiona sobre cómo de duras son las cárceles españoles es porque ha
asumido que puede terminar en prisión.
Lo
ocurrido hoy en el Senado y el Parlament es un enorme fracaso colectivo,
el de todos aquellos en Catalunya y España con poder y responsabilidad:
los políticos, los grandes empresarios, los medios de comunicación…
Quienes crearon la primera gran brecha en la convivencia con el recurso
contra el Estatut. Quienes azuzaron el discurso del odio en ambos
frentes. Quienes se negaron a buscar salidas democráticas. Y por último
en el tiempo, pero como primeros responsables
de este viernes nefasto, quienes pensaron que “cuanto peor, mejor” y
optaron por la vía de una declaración de independencia unilateral,
irrealizable e irresponsable. Una DUI antidemocrática y nefasta que
apenas respalda un tercio del pueblo catalán.
¿Se
podría haber evitado esta declaración de independencia? Sin duda, sí. Lo
podían haber evitado los independentistas y también Mariano Rajoy. Lo
que ocurrió este jueves deja claro que el presidente del Gobierno
tuvo en su mano un acuerdo de rendición –eso era para Carles Puigdemont
convocar elecciones autonómicas el 20 de diciembre– y en su lugar
prefirió apostar por la victoria total y la humillación del
independentismo. Es eso lo que han aplaudido hoy, durante
minuto y medio, los senadores y diputados conservadores.
Entre
las 12:00 y las 14:00 de la tarde del jueves, Mariano Rajoy dudó. Su
primer plan fue aceptar la convocatoria electoral de Puigdemont y, a
cambio, parar el 155. Hasta hace pocos días, esta era la solución
que deseaba el propio Gobierno, pero el jueves el presidente descartó
esta opción. Varias personas del Estado y del Gobierno le convencieron
para que no aceptase esta rendición. Suyas serán también las
consecuencias de esta terrible decisión.
El
Gobierno de Rajoy se ve hoy vencedor por goleada en una crisis de Estado
que, en el momento definitivo, este jueves, gestionó como si fuese un
Madrid-Barça en una final. Aún les queda la parte más difícil: aplicar
el resultado del marcador. Intervenir el autogobierno es una misión más
compleja que convencer a la mayoría de los españoles de que esta es la
mejor solución.
Fuera
de Catalunya, el PP cuenta en este 155 con un apoyo social muy superior
al de sus propios votantes. Eso es lo que ha arrastrado a PSOE y
Ciudadanos, y es también lo que provoca que incluso Unidos Podemos,
preocupado por las encuestas, esté modulando su discurso sobre el
independentismo –basta con leer estas entrevistas
a Alberto Garzón o
a Ramón Espinar, o escuchar
las declaraciones de Carolina Bescansa–. La patria española siempre parte el espinazo
de la izquierda por la mitad.
Desde
la Fiscalía, desde la Justicia, tampoco van a frenar. A pesar de que no
ha estallado la violencia –ojalá no ocurra– y que esto es
imprescindible para que exista un delito de rebelión,
la querella probablemente va a prosperar.
Dependerá de los jueces, pero esa maquinaria
penal es aún más pesada y va arrollar a los dirigentes
independentistas; no se detendrá en las consecuencias políticas. No lo
hizo tampoco cuando ilegalizó a Batasuna y la lección que sacó el Estado
del pulso de la ley de partidos es que esa mano dura funcionó.
Carles
Puigdemont hace ya tiempo que ha asumido que es muy probable que
termine en prisión –así lo transmite a su propio entorno–. También lo
sabe el Govern, la mesa del Parlament y los diputados independentistas.
Se ven camino de la historia, de los leones del Coliseo romano, de la
celda de Nelson Mandela… Avanzan juntos hacia el martirio,
convenciéndose los unos a los otros de que es mejor morir de pie. Acosan
al que duda mientras se acerca el calvario, como hicieron
con el propio Puigdemont durante las tres horas en las que planteó
públicamente la convocatoria de elecciones y fue tachado de histórico
traidor. Muestran su miedo, como hicieron en el último momento con la
justificación del voto secreto para declarar la independencia.
Sus
conversaciones con la familia, con los hijos, con los amigos... sobre
ese destino de martirio y su aceptación probablemente son un drama
shakesperiano que solo explica el comportamiento de la manada. Unos
convencen
a otros de que las cárceles españolas, en el fondo, no están tan mal.
Peor sería volver a tu barrio y reconocer tu error.
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