1.03.2018

Lecciones catalanas para la izquierda Ignacio Urquizu (El pulpito laico)


Existe una relación tormentosa entre nacionalismo y voto a partidos de izquierdas. Los debates identitarios son cosa del pasado; la modernización debe interpretarse en términos de unificación y de conflicto redistributivo en las ciudades.
Mirar a Cataluña es mirar el futuro. Muchos de los conflictos sociales, económicos y políticos que vienen sucediendo allí en los últimos años son fracturas que vamos a encontrar con más frecuencia en las sociedades desarrolladas. Por ello, si somos capaces de entender qué está sucediendo, obtendremos valiosas enseñanzas, especialmente para la izquierda. El procés ha nublado cuestiones que son mucho más destacadas que lo meramente territorial. Eso no significa que la cuestión identitaria sea irrelevante en las sociedades del futuro, pero si nos centramos en exceso en ello, nos estaremos perdiendo otras transformaciones sociales que son igual o más importantes.
La evolución electoral de la izquierda en Cataluña nos puede dar una primera pista. Hasta el año 2006, el porcentaje de voto progresista en las elecciones catalanas se situó entre el 55% de 2003 y el 40% de 1984. La caída en sus apoyos se produce entre 2010 y 2015, cuando todos los partidos de izquierdas apenas suman más del 30% de las papeletas (incluyendo a los nacionalistas). De hecho, el menor porcentaje de apoyo lo observamos cuando el procés arranca en 2015. Las elecciones del 21 de diciembre han logrado revertir la tendencia, llevando a la izquierda a casi el 43% de los votos, unos datos similares a los que encontramos a principios de los años noventa. No es menos cierto que parte de la recuperación de la posición electoral es gracias a los nacionalistas de izquierdas, quienes por primera vez han superado el 25% de los apoyos cuando, en toda la serie histórica, ERC y la CUP tenían su máximo en el 17% del año 2012. Pero que la izquierda recupere terreno electoral, no significa que sea posible la unidad de acción. La fractura identitaria es en estos momentos una barrera insoslayable.
El segundo balance electoral relevante para la izquierda es que ha perdido la preeminencia que siempre ha tenido en las grandes ciudades catalanas. El 21 de diciembre el PSC ha sido la cuarta fuerza política en Barcelona y en las poblaciones entre 50.000 y 100.000 habitantes. En las que tienen más de 100.000 habitantes se ha situado en tercer lugar. En cambio, Ciudadanos se ha impuesto en 20 de las 23 urbes catalanas. O dicho de otra manera, algo está sucediendo en las grandes ciudades que afecta notablemente a los progresistas. ¿Cómo interpretamos todas estas cifras? La primera lección es que existe una relación tormentosa entre el nacionalismo y la izquierda. Durante mucho tiempo, los proyectos identitarios han contado con una cierta simpatía por parte de los progresistas. En la medida que sus reivindicaciones se centraban en lo cultural, la lengua o el deseo de ampliar libertades, la izquierda se sentía muy cómoda en esos debates. Pero cuando la defensa del colectivo nacional da un paso más allá y enfrenta a unas identidades contra otras, algo que viene sucediendo en Cataluña desde el año 2010, las formaciones progresistas se encuentran muy incómodas a la hora de elaborar un relato compartido y de mayorías. De ahí la profunda caída en los apoyos entre 2010 y 2015.
La única forma de superar esta incomodidad es dar un verdadero sentido histórico a lo que ha sucedido en el siglo XX. En realidad, los proyectos políticos más fascinantes son los procesos de unificación como la Unión Europea, Mercosur o la reunificación de Alemania. En un mundo donde las fronteras se debilitan y los desafíos son transnacionales, los esfuerzos que se vienen haciendo en muchas sociedades por compartir soberanía son mucho más loables que los casos de separación o aislamiento. Como recordaba en una reciente entrevista Fred Halliday, los procesos de independencia se reducen a colonias y al colapso del sistema comunista, donde la Unión Soviética, Yugoslavia, Checoslovaquia y Etiopía dieron lugar a una veintena de Estados. Entender la dimensión de lo que está por venir en el futuro implica asumir que los países europeos han dejado de ser Estados-nación para ser Estados-miembro.