8.29.2018

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La exhumación del franquismo Gaspar Llamazares

España ha sido el país que sufrió la dictadura fascista más larga, y una de las más duras, de Europa y del mundo.
Todavía hoy algún periodista se permite decir públicamente, en contra de cualquier evidencia histórica, que Franco no mató a nadie.

Con motivo de la decisión del Parlamento, por amplia mayoría, de proceder a la exhumación de los restos del dictador de su actual mausoleo en el Valle de los Caídos y la posterior aprobación del decreto por parte del Gobierno de Sánchez, han vuelto a salir a la luz también los restos del franquismo sociológico y político. Aún perduran, tras más de cuatro décadas de democracia.
Para entender la trascendencia de la exhumación del dictador como desarrollo lógico de la Ley de Memoria Histórica, hay que recordar que España ha sido el país que sufrió la dictadura fascista más larga, y una de las más duras, de Europa y del mundo. En consecuencia, el proceso de 'desfranquización' ha sido -y sigue siendo- uno de los más largos y accidentados de los países que han soportado dictaduras en Europa, hasta el punto de durar más que la propia dictadura.
No se trató solo de un régimen reaccionario, ni siquiera autoritario, como los blanqueadores de turno pretenden hacernos creer ya desde el inicio de la transición democrática, propaganda que se reedita con más fuerza con los gobiernos de las derechas, como si éstas aún fueran incapaces de cuestionar su legitimidad, al menos en la misma medida que lo hacen con la de la Segunda República. La única rectificación hoy ha sido la de sustituir la propaganda por los problemas de procedimiento legislativo. Una nueva oportunidad perdida.

25 Agosto
Algunos, sin embargo, vuelven ahora a los argumentos del así denominado "dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en fecha del 18 de julio", promovido por el entonces ministro franquista Serrano Suñer, que pretendía datar el inicio de la guerra en la insurrección obrera del 34 con objeto de cuestionar la legitimidad de ejercicio republicana y, en consecuencia, de justificar el golpe de julio del 36. Los mismos propagandistas que paradójicamente denominan sin problema alguno de dictadura al régimen instituido por Primo de Rivera, pero que como mucho hablan del régimen autoritario franquista.
El historiador Ángel Viñas en su reciente libro La otra cara del Caudillo da cuenta de los principios que caracterizan al franquismo como una dictadura inclemente: la autocracia o el Führerprinzip en el plano institucional; la proscripción coactiva de los partidos y sindicatos; la propaganda como complemento necesario de una represión feroz para garantizar el orden interno; y la relación paranoica con el entorno internacional y en particular con las democracias y la izquierda. Dictadura inicialmente de corte inequívocamente fascista, uno de cuyos principales, sino el principal rasgo identitario, fue la violencia institucional, lo cual la alinea con los fascismos de entreguerras más represivos y sanguinarios. El régimen franquista, que aunque algunos de sus historietógrafos (en palabras del propio Viñas) lo oculten o minimicen, perpetró un verdadero genocidio de 350.000 muertos y 114.000 desaparecidos, además de 270.000 prisioneros políticos y 500.000 exiliados.
El 18 de julio de 1936 un grupo de militares, encabezados por el general Franco, se sublevaron contra sus mandos y contra el Gobierno legal y legítimo de la República. Los insurrectos sometieron los mandos fieles al mandato democrático a Consejo de Guerra y los fusilaron por el delito de rebelión militar. Esta insurrección, además,  recibió ayuda militar de la Italia fascista y de la Alemana nazi y se convirtió en la Guerra de 1936-1939, prólogo de la segunda Guerra Mundial y, ya en España, en una dictadura en la cual continuaron y se ampliaron las atrocidades.
La del 36 no fue una 'guerra civil'. Fue un golpe de Estado contra un gobierno legalmente constituido, convertido luego ante la resistencia republicana y popular en una guerra de exterminio del enemigo, tan del gusto de su admirado ejército alemán y al servicio de la paz de los cementerios.
Más tarde, durante la II Guerra Mundial el régimen militar de Franco se alineó con Hitler y Mussolini. En estos años, más de medio millón de ciudadanos españoles se tuvieron que exiliar, 12.000 de los cuales cayeron en manos de los nazis y fueron desposeídos de la nacionalidad española, razón por la cual fueron a parar a campos de exterminio nazi con la calificación de "apátridas". Cerca de un millón de exiliados republicanos en el exterior y de ciudadanos españoles en el interior fueron internados en campos de concentración. Después las prisiones sustituyeron a estos campos; cientos de miles de personas fueron depuradas y apartadas de sus cargos públicos. En 1939, los republicanos españoles en Europa fueron recibidos como bestias. A partir de 1940, miles de ellos deportados a los campos nazis de exterminio (Mauthausen, Dachau, Buchenwald, Ravensbrück) y usados como carne de cañón en las industrias de guerra, la construcción de fortificaciones y trincheras en el Muro del Atlántico o la base submarina alemana en Burdeos. A pesar de ello, combatieron en la Resistencia y la Liberación de Francia, con los aliados en Noruega, Bélgica, Francia, Norte de África y otros frentes.
Finalizada la guerra, con la derrota de las fuerzas nazi fascistas, la Guerra Fría dio una nueva oportunidad a Franco como vigía de occidente frente al comunismo. Si bien los pronunciamientos fascistas explícitos se diluyeron en el convenio con los EEUU, nada cambió en los 50 en la naturaleza dictatorial y represiva del régimen.
Sólo la muerte del dictador puso fin a décadas de persecución de los luchadores por la libertad. Poco antes, sin embargo, Franco todavía mandaba ejecutar los últimos cinco fusilamientos de la dictadura.
Cuando hablamos de memoria democrática y de Comisión de la Verdad hablamos del derecho a conocer la verdad de la historia de la lucha de los españoles contra la dictadura, pero sobre todo del derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación, como garantías de no repetición.
Porque todavía hoy algún periodista se permite decir públicamente, en contra de cualquier evidencia histórica, que Franco no mató a nadie, parafraseando la entrevista exculpatoria y cínica en que el propio Franco responde a Le Figaro que "después del 39 solo se castigaron los delitos de derecho común". Todo es mentira. Los tribunales franquistas establecidos para dar cumplimiento a la Ley de Responsabilidades Políticas y a la Ley de represión de la Masonería y el Comunismo fueron unos tribunales ilegítimos, tanto por su origen como por su composición, y sobre todo por constituirse como organismos de naturaleza administrativa dotados de competencias penales para dictar extrañamientos, confinamientos, destierros, embargo de bienes, prisión o penas de muerte. Aquello no fueron juicios. En siete minutos condenaban a una persona a muerte. Los magistrados, o eran de la Falange o eran militares. No existía la independencia judicial, dada su dependencia jerárquica del poder ejecutivo y sometidos a la disciplina castrense hasta 1975. Y era el propio Jefe del Estado, el general Franco, quien firmaba el "enterado" para la ejecución de la pena de muerte. Más mentiras.
Con el Decreto Ley de Bandidaje y Terrorismo, cuando una parte de la oposición antifascista optaba por la resistencia guerrillera, la dictadura creó una norma penal de una dureza inaudita: "Teniendo en cuenta la gravedad de la situación actual, todas las circunstancias atenuantes deben desaparecer y las penas más severas serán aplicadas dentro del cuadro de medidas excepcionales, tomadas para castigar estos crímenes contra la nación", en palabras del Ministro Ibáñez Martín. Amparados por el terrorismo de Estado, las fuerzas represivas acudieron de forma habitual a procedimientos extrajudiciales, a la eliminación física directa de los resistentes o por vía de la aplicación intensiva de la pena de muerte para “el Jefe de la Partida”  y “aquellos que hubieren colaborado en cualquiera de los delitos comprendidos en esta Ley”. En definitiva, la dictadura que comenzó de forma sangrienta, continuó imponiéndose con la sangre y terminó entre la sangre.
El restablecimiento de la legalidad democrática tras la Constitución de 1978 enlaza con la legitimidad democrática de la Constitución de 1931, y restituye ese hilo institucional, dejando la dictadura franquista como un oprobioso paréntesis criminal. La historia así lo demuestra y la memoria democrática así tiene la obligación de exponerlo y defenderlo más de cuarenta años después. La exhumación del dictador es solo el principio. Luego vendrán medidas como la efectiva anulación de los juicios y la responsabilidad pública en las exhumaciones.



La guerra sucia vuelve al Vaticano Daniel Verdú

Las acusaciones contra el Papa avivan el fuego de una batalla de poder disfrazada de ortodoxia religiosa e ideología que busca restaurar el viejo orden


El Papa Francisco junto al arzobispo de Dublín, Diarmuid Martin, este domingo en Irlanda. Maxwell Photography (GETTY) | ATLAS
Los cuervos vuelan bajo y amenaza tormenta. La carta de 11 páginas del arzobispo Carlo Maria Viganò acusando al papa Francisco de encubrir los abusos del cardenal Theodore McCarrick es un síntoma de la mala digestión que acompaña siempre al Vaticano cuando cambia de orden. El alcance destructivo de la denuncia, sin la esperada respuesta clara del Papa mientras él mismo pedía investigar todos los casos, todavía no se conoce. Pero su calculada publicación, diseño y necesaria colaboración certifican la reapertura de una guerra que corre el riesgo de organizar definitivamente a los opositores a Francisco, más interesados en el poder extraviado que en la ideología o los abusos que denuncian ahora e ignoraron cuando pudieron actuar.
Carlo Maria Viganò (Varese, 1941), autor de este J’accuse vaticano, dio siempre muestras de inestabilidad. Carácter complicado, propenso a las intrigas (estuvo en el origen del caso Vatileaks) e inclinaciones a la mentira. De hecho, cuando Benedicto XVI decidió mandarlo a EE UU como nuncio para apartarlo del Vaticano, escribió una carta asegurando que tenía un hermano incapacitado que le impedía asumir ese encargo. Resultó que el hermano vivía en Chicago desde hacía años y no se hablaba con él por una disputa económica. El arzobispo, pese a su currículum, no tendría por si solo capacidad para estructurar un ataque que plantea sin complejos derribar el Pontificado de Francisco, muy fortalecido en los últimos tiempos a través de los nombramientos en el colegio cardenalicio (59 de los 125 purpurados que podrían el elegir hoy al siguiente Pontífice). “Han convertido a un pollo en un cuervo”, ironizaba el historiador de la Iglesia Alberto Melloni.

El problema, más allá de la veracidad de sus gravísimas acusaciones, quizá es que sujetos así hayan ocupado los puestos más altos de la jerarquía católica. Figuras como el controvertido cardenal George Pell, a la espera de juicio en Australia por abuso de menores; el ex secretario de Estado Tarcisio Bertone, salpicado en todos los escándalos imaginables; el español Lucio Ángel Vallejo Balda, una suerte de revisor de las cuentas del Vaticano encarcelado en un surrealista lío de faldas, o los propios opositores al Papa, entre los que están nada menos que el último prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, o el expresidente del Banco del Vaticano, Ettore Gotti Tedeschi. Cuando remaron a favor fueron útiles, hoy para la Santa Sede se desacreditan con sus propias palabras.

Viganó, probablemente despechado por no haber recibido un mayor reconocimiento de Francisco cuando le planteó las denuncias aquel 23 de junio de 2013 (si es que así fue), tiene una larga experiencia en conspiraciones. Estuvo en el origen de 'Vatileaks' y acumuló toneladas de información sensible a su paso por el Governatorato de la Ciudad del Vaticano y la Secretaría de Estado, de modo que no sería extraño que sorprendiese con más documentos. Nadie duda de que en su ataque participaron diversas personas, especialmente del entorno de los medios digitales estadounidenses ultraconservadores, con quienes pudo intimar en su periplo americano. El Vaticano espera que las acusaciones se desvanezcan por sí solas. Pero el misil estaba cuidadosamente diseñado para que todo sea una tormenta de verano. Se hicieron traducciones de la carta al inglés, francés y español por parte de distintos colaboradores, algunos –y algunas- vinculados directamente al círculo tradicionalista, y se lanzó cuando más daño podía hacer.

El epicentro de la guerra contra el Papa procede de la corriente tradicionalista de la Iglesia estadounidense vinculada al Tea Party y de potentes círculos mediáticos cercanos a Steve Bannon, obsesionado con los movimientos populistas en Roma y con el propio Vaticano. Un matrimonio de conveniencia con la derecha religiosa —estadounidense y Europea—, huérfana de un líder espiritual fuerte en el Vaticano que la defendiese. O que, al menos, no la atacase continuamente en cuestiones como la inmigración o las desigualdades. Un cocktail aliñado con un potente clickbait, una elevada dosis de falsedades e inversiones en portales como LifeSite, Catholic Register o el propio Breitbart de Bannon. Además, tras la dimisión de Benedicto XVI, la virulencia de los ataques ha crecido con la percepción de que elevar la presión puede provocar la dimisión de un Papa. Este lunes, las primeras reacciones, obviamente, llegaron de los propios líderes de la revuelta.

El cardenal Raymond Burke, comandante de esta guerra, humillado en anteriores enfrentamientos con Francisco como la esperpéntica lucha en la Orden de Malta, fue el primero. “Las declaraciones hechas por un prelado de la autoridad del Arzobispo Carlo Maria Viganò deben ser tomadas muy en serio por los responsables en la Iglesia. Cada declaración debe estar sujeta a investigación, de acuerdo con la ley procesal aprobada por la Iglesia”. Luego llegó el que fuera primer consejero de la nunciatura en Estados Unidos, el francés Jean-François Lantheaume, que avaló la veracidad de la acusación a Catholic News Agency. El Papa, sin embargo, prefirió guardar silencio el domingo y pidió a los periodistas que ellos mismos extrajesen conclusiones a través de su “madurez profesional”. Una salida poco ortodoxa, pero eficaz temporalmente. “Era la mejor respuesta que podía dar en ese momento”, señala una persona que despacha a menudo con él. Pero la guerra no ha terminado.

El humor gráfico de Anthony Garner del 26 de agosto del 2018

El papa Francisco, ante el abismo Juan Arias

El Pontífice corre el peligro de acabar arrastrado por la parte más podrida de una Iglesia que vive una de sus grandes crisis seculares.

El papa Francisco se encuentra a la vera de un abismo. La jerarquía conservadora de la Iglesia no le ha perdonado el que no haya querido ser Papa. Que haya preferido ser, como Pedro, simplemente, obispo de Roma. Se despojó de las insignias que los emperadores romanos le habían prestado a los Papas. Y cometió el pecado de querer volver al cristianismo de los orígenes. La curia quiere, y ya, un Papa de verdad. El terremoto del gran escándalo de la pedofilia practicada con miles de menores por eclesiásticos, incluso de la alta jerarquía, que se llevaba ocultando vergonzosamente desde hace decenas de años, bajo la complicidad de la Iglesia oficial, ha acabado de explotar peligrosamente en las manos de Francisco. No sabemos aún hasta qué punto son creíbles las acusaciones que se le hacen de que conocía ese drama y no actuó con prontitud, pero han bastado para que quienes esperaban el momento para darle el golpe mortal, lo hayan aprovechado pidiendo su renuncia. Lo han cogido a contrapié.
Es curioso que la jerarquía conservadora solo haya pedido la renuncia de dos Papas de la era moderna. Lo hicieron los cardenales de la curia con Juan XXIII cuando anunció el Concilio Vaticano II. Quisieron deponerle por loco. Él acabó ganándoles la batalla. Hoy se intenta deponer a Francisco, justamente el más parecido al anciano Roncalli, considerado entonces más como un párroco que como Papa. Le faltaba la pompa hierática de su antecesor, el papa Pacelli.
A Francisco se le acusaba, ya antes de llegar el escándalo de los abusos sexuales, de querer resucitar la parte más revolucionaria del Vaticano II, de querer desburocratizar la Iglesia a partir de sus orígenes. Ahora se le intenta involucrar en uno de los casos más sucios de la conducta de tantos eclesiásticos. Necesitará ahora demostrar con hechos, ya que no bastan las simples condenas, que él estuvo y está de la parte de las víctimas.
Necesitará hacerlo con hechos. Ya no le bastarán las condenas verbales. Necesita entender para ello que la fuerza conservadora de la vieja curia puede ser más poderosa que su voluntad de remover los cimientos de la Iglesia. Tiene para ello que empezar a quebrar las piernas a esas estructuras con reformas concretas, empezando por la abolición del celibato obligatorio, la apertura a la mujer al poder de la Iglesia, así como a los laicos. Y hasta de deshacerse del viejo esquema rancio de la curia.
Tendrá que tener la fuerza, si fuera necesario, de convocar un nuevo concilio ya que la Iglesia acaba de cerrar un ciclo en este momento. Tan grave que Francisco, un Papa que llegó a suscitar esperanza e interés no solo en la Iglesia sino fuera de sus fronteras por su libertad de espíritu, corre el peligro de acabar arrastrado por la parte más podrida de una Iglesia que vive una de sus grandes crisis seculares.

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